Vivir en la celda de un monje cartujo a cinco minutos de Zaragoza: «Si no viviéramos aquí, todo sería un gran decorado»

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En la Cartuja Baja de Zaragoza, Pedro Monterde y Mari Cruz Moreno muestran cómo transformaron una celda cartujana en su hogar. Hay limitaciones urbanísticas, pero mucho espacio y un patio grande. ¿Os imagináis algo parecido en el Monasterio de Santa Fe?

Pedro Monterde y Mari Cruz Moreno, en la celda convertida en vivienda.

En soledad, silencio y pobreza vivían los monjes cartujos. Solo salían a la calle tres veces al día para ir a la iglesia. El resto de su jornada transcurría en una celda individual donde rezaban, estudiaban, trabajaban, comían y dormía. Quizá por eso sus estancias eran tan grandes. En la planta calle tenían un dormitorio, la alacena, con un ventanuco por el que les entregaban a comida, una sala de estudio y un vestíbulo presidido siempre por una imagen de la Virgen María. El piso superior se dedicaba al almacenaje y otros usos, y cada dependencia disponía de un patio que se destinaba a un huerto o un jardín.

Solo la fachada y la cubierta han resistido el paso del tiempo en las antiguas celdas de La Cartuja de la Inmaculada Concepción. De puertas a dentro, bien podría parecer que se trata de un adosado en Zaragoza capital. Pero no es así. Está dentro de un conjunto histórico-artístico con lo que eso supone; para lo bueno y para lo menos bueno.

Pedro Monterde y Mari Cruz Moreno nos abren las puertas de su celda, en la calle Claustro de La Cartuja Baja. La planta baja es una gran bodega, un lugar de reunión con la familia y con los amigos, y da acceso al patio, con un gran limonero y nueces secándose al sol. Recuerda Pedro cómo sus padres adquirieron la celda en 1965. «Los suelos estaban como arqueados», detalla. Apunta José María Lasaosa, alcalde de La Cartuja Baja, que podría ser la gloria, un sistema de calefacción a través del suelo que se utilizaba en la Edad Media.

Bajo la Cartuja hay cantidad de galerías que conectan edificios, como la Hospedería y el Refectorio, o sirven para refrigerar bebida en su vertiente civil.

Recuerda Pedro Monterde que, cuando era joven, su padres, Pedro y Divina, montaron un bar, con servicio de comidas y venta de churros en a planta baja. «A Divina no se ponía nada por delante», recuerda Mari Cruz Moreno.

En la planta calle hay también una cochera con espacio para dos vehículos, y en la primera planta, a la que se accede por una estrecha escalera, hay dos baños, una cocina, el salón y varios dormitorio. Sorprende la amplitud de la casa, teniendo en cuenta que antaño en cada celda vivía un monje solo.

Considera Pedro que ahora les sobra «la mitad». Incluso más, según apunta Mari Cruz, que reconoce el trabajo que da mantener tan limpia y cuidada una casa así de grande.

La casa de los Monterde se rehabilitó antes de entrara en vigor el Plan Especial, así que la cubierta es distinta a las tradicionales. El urbanismo actual obliga a pintar las fachas de blanco u ocre y limita algunas actuaciones.

Lasaosa piensa que hay que plantear fórmulas que permitan llevar energía renovable a estos hogares, donde no se pueden instalar paneles solares, e insta a revisar la accesibilidad en las calles del conjunto histórico-artístico y, también, para actuar en el interior de la vivienda de cara a incluir algún tipo de elevador o ascensor.

Tanto en la vivienda de los Monterde-Moreno como en la de Pilar Navarro hay empinadas escaleras para subir al segundo piso, donde hacen la vida las familias.

Su presencia en La Cartuja garantiza que sigue estando viva. «Si no hubiera celdas habitadas, esto no sería más que un decorado», declaran, y no se ajustaría al modelo de vida que se impuso tras la desamortización de Mendizábal en el recinto que crearon en siglo XVII Alfonso de Villalpando y Jerónima Zaporta.

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